Lo primero aclarar la situación, que muchas informaciones de prensa parecen decididas a confundir, ignoro por qué razón (aunque pueda sospecharlo). La Grand Chambre del Tribunal Europeo de Derechos Humanos no ha “tumbado” la llamada doctrina Parot sobre la forma de cumplimiento de las penas privativas de libertad. Esta doctrina está hoy día integrada en la legislación vigente y se aplica y aplicará sin ningún problema a todos los delitos terroristas cometidos con posterioridad a su entrada en vigor. El TEDH ni siquiera ha soñado impugnarla.
Lo que este tribunal ha declarado incompatible con el Convenio Europeo de Derechos Humanos es la aplicación retroactiva de esa “doctrina” a delincuentes que habían comenzado a cumplir sus penas antes de que, en una malhadada decisión de 2006, el Tribunal Supremo español decidiera cambiar sobre la marcha las reglas del juego y mantener a una terrorista en prisión más tiempo del que le correspondía.
Hecha esta aclaración, conviene felicitarse por el hecho de que el Tribunal Europeo haya ratificado la vigencia irrestricta de principios jurídicos que están en la base de nuestra propia civilización, como es el de nulla pena sine lege, es decir, que las normas penales no pueden aplicarse con carácter retroactivo. Los ciudadanos, incluidos los terroristas, tenemos el derecho sacrosanto a que el castigo que se nos imponga por nuestros delitos sea el que está establecido en la ley en el momento de cometerlos, sin que nadie pueda ya cambiarlo a peor; nadie, ni el Estado, ni el Gobierno, ni los jueces. Nadie. Es triste que haya habido ocasión para que un Tribunal Europeo tenga que recordárselo a los jueces españoles, pero al mismo tiempo es momento de alegría ver cómo los derechos humanos se aplican aunque ello incomode a tan altas instancias nacionales. Es el triunfo del ser humano concreto (aunque en este caso sea un terrorista) sobre el poder.
También es momento de señalar a los grandes y a los pequeños culpables de lo sucedido. Los grandes culpables son los políticos y los Gobiernos de hace muchos años, de aquellos años en que se sabía a ciencia cierta que la aplicación del Código Penal y del sistema de redención de penas llevaba inexorablemente a que los presos condenados a miles de años de cárcel cumplieran en realidad menos de 20 años de efectiva privación de libertad. Fueron los Gobiernos de aquella época, que prefirieron mirar para otro lado y no modificar la ley entonces vigente, los que propiciaron que llegase el día en que terroristas sanguinarios tuviesen que ser puestos en libertad por los tribunales. En los años setenta y ochenta del pasado siglo se prefirió no agravar las penas a los terroristas porque se pensaba que cabía una solución del terror por el apaciguamiento. Craso error, cuyas consecuencias hirientes para la sensibilidad ciudadana se manifestaron cuando en el presente siglo los peores terroristas presentaron sus cuentas y pidieron su libertad.
Y entonces vino otro error, el de exigirles a los jueces que arreglasen de alguna forma lo que los legisladores habían permitido con su inacción. El de levantar un clamor social contra la evidente injusticia que suponía liberar a los asesinos con tan pocos años de cárcel, a pesar de que era bastante claro que era la ley la que lo exigía. Y la ley, como entonces se decía, no tolera atajos. Pero nuestros representantes son capaces de reclamar al mismo tiempo que se cumpla la ley y que se deje de cumplir. No son conscientes del valor intrínseco de las normas.
Y entonces entraron en juego los otros culpables, los que por su formación sí eran conscientes de ese valor y que, a pesar de ello, prefirieron ceder al clamor popular y violar un poquito la ley. Bueno, interpretarla de nuevo y hacerle decir lo que según ellos mismos nunca había dicho. Y, lo que es peor, aplicar esa nueva interpretación de manera retroactiva, cambiar las reglas de juego a mitad del partido. La mayoría de los magistrados del Tribunal Supremo (y detrás de ellos los del Tribunal Constitucional) prefirieron hacer directamente justicia (era y es probablemente injusto que un delincuente pague lo mismo por un asesinato que por 100) que aplicar la ley vigente.
Porque, no nos engañemos, esa y no otra era la opción que se abría ante ellos: la justicia o la ley. El clamor social justificado ante una situación perversa, o el derecho de unos individuos repugnantes a beneficiarse de la ley. Los jueces eligieron mal. O, mejor dicho, decidieron elegir donde no había ni hay elección posible, en su sujección a la ley.
Yo lo sé, todos lo sabemos: a las víctimas les duele ahora el resultado estrepitoso de este estúpido atajo. Probablemente más que si no se hubiera emprendido en aquel malhadado 2006. Ese dolor empaña, pero no disminuye, nuestra alegría ciudadana ante la confirmación de que el derecho de uno está por encima del poder colectivo. Eso era lo importante.