Re: PS3/X360 | Fallout 3
Cerró la puerta tras de sí y metió en el bolsillo la ganzúa y el destornillador. Miró a su alrededor, escudriñando el vestíbulo de la vieja casa silenciosa, aunque su tarea se veía dificultada por los gruesos cristales de su máscara de soldador. No parecía haber nada extraño, nada fuera de lo corriente, en aquella casa rural abandonada y saqueada hacía tantos años. La alfombra, mohosa y mugrienta, estaba enrrollada en una esquina. Varios trozos de madera, provenientes con seguridad de sillas o mesas decorativas, cubrían el suelo, que también estaba perlado de infinidad de minúsculos trozos de cristal que habían salido despedidos de los marcos de las ventanas. Ahora los marcos estaban cegados con varios tablones clavados a toda prisa, por los cuales se filtraban haces de luz difusa que dejaban ver nubes de polvo arremolinado que destellaban como pequeñas luciérnagas. Sobre un aparador, en un rincón, había sobrevivido por puro milagro un jarrón de pie, entero.
El hombre se movió con cautela hacia su derecha, procurando no hacer mucho ruido sobre la alfombra de cristales. Atravesó una puerta y se encontró en una modesta cocina, tan arrasada como el resto de la casa. Varias tarteras y platos yacían esparcidos por el suelo en diversos grados de destrucción. Alguien o algo había arrancado el grifo del fregadero, que estaba cubierto por una costra marronuzca de óxido y cagadas de rata. El papel de la pared estaba arrancado a tiras, y sobre la nevera se podía ver una taza y un tenedor. Tras abrir un par de puertas de los armarios que había bajo la meseta, abandonó el lugar y volvió al recibidor. Un rápido vistazo a la salita principal le bastó para convencerse de que allí tampoco encontraría nada de valor, a no ser que pudiese transportar el pesado sillón de tres plazas por todo el yermo de vuelta a su casucha en Megatón.
Así pues, sólo le quedaba el piso superior. Ascendió por las escaleras con cuidado, intentando no hacer crujir los escalones a pesar de que aquella casa parecía estar totalmente desierta. No se atrevió a apoyar la mano en la barandilla, que tenía un aspecto reseco, carcomido y frágil. Mirando a su alrededor al asomar la cabeza por encima del nivel del suelo, vio una pequeña habitación vacía al final del pasillo. Asomó la cabeza y vio un pequeño corralito de niño, con algunos cubos con descoloridas letras de colores amontonados en una esquina. Del techo pendían un par de alambres, que sin duda habían formado en el pasado algún tipo de adorno colgante con figuritas, planetas o alguna otra cosa que sirviese para distraer a un niño en su cuna. Niña, se corrigió; el desvaído papel de las paredes aún mostraba una leve tonalidad rosa. Un aparador desvencijado, a su izquierda, mostraba varios cajones abiertos, en uno de los cuales pudo ver un leve destello metálico. Se adelantó un paso y alargó la mano: se trataba de un pequeño coche de juguete, un bólido de carreras hecho de hojalata y pintado de un brillante color azul. El conductor, embutido en sus gafas oscuras, su bufanda al viento y su gorra de visera, seguía disputando su eterna carrera mucho después de que su dueña hubiese... desaparecido. Sin saber muy bien por qué, se metió el cochecillo en la mochila. Levantó la vista y contempló la triste habitación a la luz que se filtraba entre las tablas de las ventanas.
Un ruido lo hizo reaccionar. Se giró en redondo, encarando el pasillo, y por puro instinto el fusil apareció en sus manos. Lo apretó contra su hombro y barrió la zona con su mirilla, apretando nerviosamente su gatillo y empuñadura cubierta de cuero con manos nerviosas. Avanzó un paso tras otro, sin dejar de cubrir el ancho del pasillo con el arma. Abrió una puerta con una violenta patada, sólo para encontrarse encañonando una oxidada bañera a la que casi no quedaba esmalte lacado. La taza del váter había desaparecido hacía tiempo, dejando en el suelo un redondel más claro y un hueco con varias cañerías al aire. Se giró, reanudó su andar y llegó al otro extremo. Empujando la puerta con suavidad con el cañón del fusil, echó un vistazo. Le empezaban a picar los ojos a causa del calor y el sudor que le arrollaba por la frente, bajo aquella pesada máscara de gruesos cristales y faldones de cuero curtido. Parpadeando, giró la cabeza para ver tras la puerta y se quedó de piedra.
Era un dormitorio, el de los dueños de la casa. La habitación estaba decorada con varios muebles de aspecto caro, aunque ahora ya no eran más que una ruina desgastada. Del techo colgaban unos cables que antaño deberían haber estado unidos a una buena lámpara, una lámpara de latón con tres o cuatro brazos. Parecida a la que había sobre una de las mesillas de noche, sólo que más grande y con la tulipa intacta. Junto a la mesilla había una cama, una de matrimonio, grande, con las sábanas sorprendentemente limpias y bien arregladas, con una colcha de bordados blancos sometida bajo el colchón. Y sobre la cama, la siniestra estampa que había estado intentando no mirar fijamente: los esqueletos ennegrecidos de dos personas, abrazados en un último apretón íntimo, sorprendidos por la muerte durante el sueño, o al menos eso quiso creer. Intactos, perennes, eternos en su postrera demostración de amor y conservados en aquella postura, en aquella habitación, en la casa donde se habían encerrado en la errónea creencia de que sobrevivirían al holocausto nuclear.
Se relamió los labios con nerviosismo, tragó saliva y echó un vistazo al otro lado de la habitación. Un gran armario ocupaba buena parte de la pared, con los restos de un espejo en sus puertas. Pudo ver lo que parecía un traje de civil, de rayas grises, colgado con sumo cuidado de una percha de madera. Cómo o por qué había sobrevivido allí tanto tiempo se le escapaba por completo. Pensó en cogerlo, en llevárselo y venderlo a alguien en Megatón. Pero al volver la vista hacia los esqueletos que seguían tumbados en la cama, sin darse por enterados de su intrusión en su dormitorio, algo le hizo cambiar de idea. Se giró sin tocar el armario y descubrió la fuente del ruido: un pequeño marco estaba estrellado en el suelo, con una esquina rota. No había nada en su interior, ni foto, ni cuadro, sólo el marco. El hombre imaginó qué imagen podrían haber colgado aquellas personas en su habitación, un paisaje, el rostro de la niña del otro cuarto, un retrato suyo de tiempos mejores.
Desechando tales ideas con un bufido de impaciencia, se colgó el fusil al hombro y salió a grandes zancadas de la habitación. Regresó al cuarto de baño, abrió sin miramientos el botiquín que recordaba haber visto colgado en la pared en su primer registro, embutió en su mochila los botes de Rad-X y el par de jeringuillas estimulantes que había en su interior, y bajó la escalera con paso firme. Una vez en el vestíbulo abrió la puerta de la calle, echó un último vistazo a la parte superior de las escaleras, y volvió a salir al implacable sol del yermo. Minefield tenía muchas más casas y él una misión que cumplir antes de que anocheciese.
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Esto es un pequeño extracto de lo mucho que se le puede sacar a este juego. Acabo de llegar a Minefield y es un retrato más o menos fiel de la primera casa que he registrado. Si de este juego no se puede sacar un guión de Jólibud, baje Dios y lo vea. Es una auténtica gozada para todos los sentidos, si te dejas sumergir en su atmósfera