JULIO VALDEÓN BLANCO
22 de diciembre de 2008.- Abroquelado de malicias, profesionalidad, papeles y papelones, Clint Eastwood es al cine lo que según Bono, preguntado por la revista Rolling Stone, sería Bob Dylan al rock: algo así cómo las pirámides.
¿Y cómo demonios describe uno las pirámides?
Mejor, sostenía el irlandés, caminas hacia atrás y te descubres. Como creemos en el artículo argumental y no meramente sinestésico (en realidad apostamos por la combinación de ambos, con ristras o lazos de ideas pero también olores, pompas de jabón, morfina, labios, cuchillos) rechazamos la 'Solución Bono' y pasar a describir 'Gran Torino', la última de Eastwood.
Rodeados de excursionistas polares (por el frío mortal que electrocuta Manhattan) entramos vagamente ateridos y salimos calefactados, flipados, de nuevo, por el talento de un director que abruma incluso cuando no arrasa.
Dicho de forma sucinta: en 'Gran Torino' Eastwood abusa del gesto gordo, la pimienta y esa vena humorística que hacía tiempo no cultivaba. Sufre, como bien recuerdan varios cronistas americanos, su sumisión al libreto: rara vez añade o quita a los guiones que le entregan (asunto distinto es su alquimia, marca patentada, por la que opera el milagro de transformar textos sensibleros, caso de 'Los puentes de Madison', en meteoros de acuciante belleza). En 'Gran Torino' dicho seguidismo se manifiesta en algunos chistes facilones y algún pasote actoral, rara sobreactuación viniendo de un hombre tan austero. Y sin embargo...
... Sin embargo, la película crece y crece a medida que pasan las horas.
No puedes borrarla.
No puedes reducirla a cuatro tópicos y sí, más bien, arraiga en tus vísceras como una Amazonía pluvial y feraz, hechizante.
Dicen los del 'New York Times' que si alguna vez alguien quiere explicarle a su hijo quién fue o qué rodó Eastwood, 'Gran Torino' actuaría como recetario perfecto: lo tiene todo: la compasión por los vapuleados, la gloriosa incorrección, el oído perfecto para las partituras, el pulso de una cámara helada que radiografía sin hacerse presente ni atosigarnos, el amor por su país y, claro, la escritura fílmica de quien practica un cine moral, o sea, «que trata del bien en general, y de las acciones humanas en orden a su bondad o malicia».
No creo que 'Gran Torino' figure entre la panoplia de obras maestras que nos ha regalado ('Bird', 'Sin perdón', 'Los puentes de Madison', 'Mystic river', 'Millon Dollar Baby', seguidas, a corta distancia, por 'Un mundo perfecto' y 'Medianoche en el jardín del bien y del mal'), pero en su humildad entrega sensaciones, esencias y latidos al alcance de unos pocos superdotados. "John Ford, John Ford, John Ford", dijo Orson Wells cuando le preguntaron por sus tres directores favoritos. Uno, a Ford y Hitchcock, añadiría al viejo jinete pálido, espléndido en su vejez asombrosa. Sólo por las escenas finales 'Gran Torino' ya merece arrodillarse.