—Bueno, te explicaré —dijo Wyndam-Matson—. Todo este condenado asunto de la historicidad es un disparate. Estos japoneses no se dan cuenta. Te lo probaré. —Se incorporó, corrió al estudio, y volvió enseguida con dos encendedores que dejó en la mesita de café—. Míralos bien. Parecen iguales, ¿no es cierto? Bueno, uno es histórico, el otro no. —Sonrió mostrando los dientes—. Tómalos. Adelante. Uno vale… cuarenta o cincuenta mil dólares en el mercado de coleccionistas.
La muchacha tomó lentamente los dos encendedores y los examinó.
—¿No la sientes? —bromeó Wyndam-Matson—. ¿La historicidad?
—¿Qué es eso?
—Valor histórico. Uno de esos encendedores estaba en el bolsillo de Franklin D. Roosevelt el día que lo asesinaron. El otro no. Uno tiene historicidad, mucha. El otro nada. ¿Puedes sentirla? —Wyndam-Matson tocó ligeramente con el codo a la muchacha—. No, no puedes. No sabes cuál es cuál. No hay ahí «plasma místico», no hay «aura».
La muchacha miraba los encendedores con una expresión de temor reverente.
—¿Es realmente cierto? ¿Que tenía uno de éstos en el bolsillo aquel día?
—Exactamente. Y puedo decirte cuál de los dos. Te das cuenta. Los coleccionistas se estafan a sí mismos. El revólver que un soldado disparó en una batalla famosa, como la de Meuse-Argonne, por ejemplo, es igual al revólver que no fue empleado en esa batalla, salvo que tú lo sepas. Está aquí. —Wyndam-Matson se tocó la frente—. En la cabeza, no en el revólver. Yo fui coleccionista un tiempo. En realidad ése fue el camino que me trajo a este negocio. Coleccionaba estampillas. De las colonias inglesas.
La muchacha estaba ahora de pie junto a la ventana mirando las luces del centro de San Francisco.
—Mis padres decían que si él hubiese vivido no hubiéramos perdido la guerra —murmuró.
—Muy bien —continuó Wyndam-Matson—. Supongamos ahora que el gobierno canadiense o cualquiera encontrara las planchas con que se imprimieron unos sellos de correo. Y la tinta. Y una provisión de…
—No creo que uno de éstos haya pertenecido a Franklin Roosevelt —dijo la muchacha.
Wyndam-Matson rió entre dientes:
—De eso se trata. Tengo que probártelo con algún documento. Un certificado de autenticidad. Y de este modo todo es una estafa, una ilusión colectiva. ¡El valor histórico está en el certificado, no en el objeto mismo!
—Muéstrame el certificado.
—Enseguida.
Incorporándose, Wyndam-Matson fue al estudio y descolgó de la pared el certificado enmarcado del Instituto Smithsoniano. El certificado y el encendedor le habían costado una fortuna, pero valían la pena, pues le permitían probar que tenía razón que la palabra «falsificado» no significaba nada realmente, pues la palabra «genuino» tampoco tenía sentido.
—Un Colt .44 es un Colt .44 —le dijo a la muchacha mientras volvía a la sala—. Es una cuestión de calibre y forma, no de fecha de fabricación. Es una cuestión de…
La muchacha extendió la mano. Wyndam-Matson le dio el documento.
—De modo que es auténtico —dijo la muchacha al fin.
—Sí, éste. —Wyndam-Matson alzó el encendedor que tenía una larga raya en un costado.