SOSPECHO que Christopher Nolan pretendía (y, desde luego, los que cortan el bacalao así nos lo han hecho creer) que su nueva película, Interstellar, fuese un hito de la ciencia-ficción «trascendente», en la estela de 2001: una odisea del espacio o Solaris; pero lo cierto es que le ha salido una versión pelmaza de Gravity. Cuando describimos Interstellar como pelmaza no queremos decir tan sólo que sea aburrida, que lo es por arrobas, sino también que es fastidiosa y cargante, entreverada de morcillitas seudocientíficas, para deslumbramiento de la parroquia geek, que no son sino cháchara altisonante para epatar palurdos. Por momentos, parece que el guión de Interstellar lo hubiese escrito un Hawking en plena resaca de anisete, tal es su empacho de cosmología especulativa, su utilización pachanguera de las ecuaciones de Einstein, su desprecio de la indeterminación cuántica, su morralla abracadabrante sobre viajes en el tiempo, agujeros negros y agujeros de gusano. Y conste que con tales elementos pueden tejerse (y, de hecho, se han tejido) maravillosas historias; lo enervante de la película de Nolan es su pretensión petulante de «rigor científico», que la hace oscilar entre la aridez y el ridículo, con creciente propensión hacia el segundo extremo, a medida que avanza el metraje, largo como un día sin pan.
No hace falta ser un lince para descubrir que Nolan es un tipo con un caos mental importante; y me atrevería a decir, incluso, que por ello mismo se ha convertido en uno de los cineastas más idolatrados de nuestra época, cuyo panorama mental se parece bastante a una empanada de berberechos. En su cine siempre hay pacotilla disfrazada de trascendencia, soplapolleces servidas muy embrolladamente, puerilidades engalanadas de sofisticación, como de lector de recuelos del Reader’s Digest que se hace pasar por niño prodigio, sabio clarividente y artista visionario, todo en uno (aunque todos sus regüeldos, a la postre, siguen apestando a recuelo del Reader’s Digest). A veces, Nolan sirve sus pacotillas con perifollos visuales y alambicamientos argumentales que los convierten en brillantes engañabobos (pensemos en Origen); pero otras se olvida del aderezo y el oropel y la pacotilla resulta árida e irrisoria, una plasta indigesta aderezada con una turra intempestiva de versos de Dylan Thomas y diálogos sonrojantes, como de almanaque para gafapastas con almorranas (en Interstellar hay, entre otras perlas de la digresión soporífera, un diálogo con pretensiones tarkovskianas sobre el amor que merece figurar en cualquier antología de la farfolla), resuelta al modo más chapucero, con un torpísimo montaje paralelo que hubiese hecho cortarse las venas, por desesperación o melancolía, a un David Ward Griffith que volviese para comprobar la vigencia de su legado.
En el fondo de esta gran gayola geek (en la que nunca se alcanza el orgasmo, por impotencia creativa) subyace el empacho de seudociencia propio de una época huérfana de ciencia: la física sin metafísica, la antropología sin teología, etcétera. Por eso allá donde en las películas de Kubrick o Tarkovsky anidaba el secreto de una entidad trascendente (¿acaso Dios?), en Interstellar sólo hallamos la autosuficiencia del hombre, convertido en fatuo diosecillo de sí mismo. Y es que, como decía Pasteur, poca ciencia nos aparta de Dios, pero mucha nos devuelve a Él; y al olmo idolatrado por una época con catadura de empanada de berberechos no se le pueden pedir divinas peras.
Huelga añadir que Interstellar ya ha sido entronizada como un gran hito del cine de nuestra época.