Amo de mi destino, capitán de mi alma
Diego Salgado || 27 / 1 / 2010
Coincidiendo con el estreno de Invictus en Estados Unidos, un divertido artículo publicado en la web satírica The Onion transmutaba la carrera de Clint Eastwood en un intento tan persistente como infructuoso por complacer a un supuesto mecánico de Virginia llamado Daryl Lorrimer, el único espectador en el mundo indiferente a la trayectoria del casi octogenario cineasta.
La publicación norteamericana ironizaba así a costa de la veneración que una abrumadora mayoría del público y la crítica actuales siente por Eastwood. Por razones, en nuestra opinión, menos atribuibles a sus (evidentes) méritos artísticos que a la necesidad emocional de aferrarse a un modelo audiovisual y existencial firme, de resonancias tradicionales y gramáticas contrastadas, en una coyuntura con tantas y tan licenciosas alternativas aplicables al futuro del cine como para desalentar a cualquiera.
Para no suscitar acusaciones de incorrección política y gustos anacrónicos, la Eastwoodmanía ha precisado de una justificación histriónica en forma de galardones continuos, ditirambos interpretativos y reconocimientos públicos que han perjudicado la apreciación lúcida de sus películas pero, sobre todo, al propio actor y realizador. Desde Mystic River (2003), Eastwood ha interiorizado la letanía de que viene a ser un heredero tenebrista de directores como John Ford y John Huston; estar a la altura de la peana a que sus admiradores le han aupado con epítetos tan vacuos como “último maestro”, “viejo zorro” o “leyenda viva”, le ha llevado a sobredimensionar los temas que puntúan su filmografía —los prejuicios, la corrupción y la ruindad que conforman el sustrato de cualquier colectividad; la disconformidad individual y el papel de la violencia en el proceso—, a través de excesivos amaneramientos formales, argumentos sensacionalistas y una frívola promiscuidad genérica.
La conjunción de tales aspectos con su ansía por prorrogar delante y/o detrás de la cámara su condición icónica de tipo duro, ha derivado en productos efectistas (Million Dollar Baby, 2004), menos relevantes de lo que daban a entender sus apariencias (Banderas de nuestros padres, 2006), descaradamente concebidos de cara a la galería (El intercambio, 2008) o malogrados por un narcisismo exhibicionista (Gran Torino, 2008).
Invictus desconcertará a los fans de este Eastwood postrero por la sobriedad, incluso cierto descuido, que caracteriza su resolución, y por su sumisión tanto a la anécdota que recrea como al impulsor del proyecto (el actor Morgan Freeman) y, por tanto, a la figura protagónica del activista y político sudafricano Nelson Mandela. Sin embargo, ya sucedió en Cartas desde Iwo Jima (2006), puede que la obligada prudencia con que ha tenido que acercarse a una cultura diferente a la suya, haya repercutido en que Eastwood se mostrase más humilde y receptivo ante los hechos reales documentados por el periodista John Carlin en su libro El Factor Humano y dramatizados por el guionista Anthony Peckham. Hasta el punto de que cabe considerar Invictus una de sus mejores películas de los últimos años.
El arriesgado envite de Mandela por salvar el desencuentro entre blancos y negros —¡apenas transcurrido en Sudáfrica un año desde el final del apartheid y de que el antiguo activista y preso tomase el país bajo sus riendas!— movilizando a unos y otros en favor del equipo nacional de rugby, que jugaría en casa la Copa Mundial de 1995, es puesto en escena en Invictus con una narrativa tan limpia y controlada que barre con nuestro conocimiento del desenlace, el innegable esquematismo de los personajes y la descripción sociopolítica, los numerosos convencionalismos a que recurre Invictus sin sonrojarse, y la suspicacia con que cualquier espectador informado acogerá el optimismo de Carlin, Peckham, Eastwood y Freeman visto lo que ocurre hoy por hoy en Sudáfrica (reflejado hace poco en Desgracia).
En cualquier caso, solo cabe hablar de defectos si nos ceñimos a lo biográfico o lo histórico. Al contribuir a la épica, a la que son consustanciales los arquetipos y la síntesis, se transforman en virtudes: Invictus es una de las películas más inspiradoras que hemos visto en mucho tiempo, un canto conmovedor a la superación personal y colectiva, al poder de la reconciliación y el perdón, a la lucha por dejar constancia de nuestras convicciones pese a todas las adversidades y desánimos, así como una reflexión certera acerca de las diferencias entre un político y un estadista y el ejercicio agridulce de la autoridad.
El envoltorio de tales valores adopta, en efecto, la forma de un producto tópicamente hollywoodense, pero no hay en ello absolutamente nada reprochable, salvo para quienes estén tan llenos de odio como un racista. Invictus no supone un paso atrás en la actividad de Clint Eastwood sino, más bien, una oportunidad para reexaminarla. Pues, aparte de evidenciar muchas de sus inquietudes de manera tanto o más ajustada que en títulos más pretenciosos, nos permite recordar que el renombre es una cosa, y cada película por separado, otra. Invictus pertenece a la estirpe de los biopics edificantes, denostados a menudo pero capaces de despertar en un público receptivo meditaciones jugosas sobre el rumbo de nuestras existencias.
Sin ir más lejos, cuando Mandela leía en la celda donde pasó cautivo cuarto de siglo el poema de William Ernest Henley Invictus, que le animaba a no desfallecer con versos como el que reza “Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma”, resulta difícil no pensar en la meritoria evolución de Clint Eastwood como cineasta, y también en su tendencia reciente a dejar que su destino y su alma hayan sido capitaneados por los espejismos y el oropel.
Lo mejor:
-Morgan Freeman y Matt Damon, absolutamente perfectos como arquetipos 'bigger than life'.
-La precisión y modestia de Eastwood como director.
Lo peor:
-Sin duda, 'Invictus' adolece de cierto conformismo creativo.
Puntuación:
Para quien sea capaz de romper con concepciones estereotipadas sobre el cine de Clint Eastwood y los biopics.