Estamos hartos del procés
Los embajadores en España muestran malestar por un proceso totalitario
Los embajadores en España están «hartos» del proceso independentista, de las «mentiras y trampas» de sus líderes. Aunque por su cargo tienen que extremar el cuidado en sus manifestaciones públicas, cada vez son más los que entre ellos y en voz alta, en algunos encuentros informales, expresan su malestar por un movimiento que ven «totalitario, populista y sin ninguna posibilidad».
A pesar de que la estrategia de la comunidad internacional en este conflicto ha sido la de limitarse a decir que se trata de «un asunto interno español» para recalcar su apoyo a España y a su legalidad y darle carta blanca para que tome las medidas que tenga que tomar para resolverlo, la mezcla letal del rechazo que produce en Europa la naturaleza misma de cualquier intentona secesionista en un Estado miembro y de la irritación que causa el desprecio por la Ley, las mentiras, la falta de libertad de expresión de los contrarios a la secesión y las malas artes pseudodiplomáticas que practica el gobierno de la Generalitat, han provocado un hartazgo y una animadversión tales que los líderes europeos más relevantes han ido mucho más allá de lo esperable en la explicitación de su oposición al separatismo catalán.
Si Juncker había sido más comedido que Durao Barroso hasta ahora, el miércoles se despachó a gusto dejando claro que salirse de España es lo mismo que salirse de la UE. También la muy prudente y mesurada señora Merkel dijo hace pocas semanas que Cataluña tiene que cumplir las leyes españolas. Para refutar cualquier tentación independentista de acogerse al derecho de autodeterminación, la ONU, tan sensible a las causas más perdidas, ha certificado que Cataluña no es una colonia. La Comisión de Venecia, a la que también los independentistas acudieron, resolvió que solo se puede hacer un referéndum si está dentro del marco legal del país: y cuando Puigdemont quiso darle la vuelta a su inequívoco veredicto, emitió insólitamente otro para aclarar cualquier duda y desautorizar las trampas dialécticas del presidente de la Generalitat.
Todo esto pesa y mucho en la idea que de este conflicto tienen los países de la UE, como la noticia que publicó esta semana «La Vanguardia» explicando que el Gobierno había propiciado un acercamiento a la Generalitat basado en un plan de 45 mejoras para Cataluña y que Puigdemont no se había ni sentado a negociar, quedando retratado ante los países civilizados como un político terco e inflexible.
Pero el fracaso del independentismo no sólo ha sido político, sino también estratégico. «Peor no se podía hacer», dice uno de los embajadores más importantes. «Nos bombardean con mails. Muchos de mis colegas lo borran de su ordenador o lo guardan en carpetas como «fake news» y «freak news». Cuando llama alguien de alguna asociación cultural catalana a una embajada para presentar algo, por muy inocente que parezca, saltan las alarmas porque en el 95 de los casos es una trampa para vender la independencia»
Por eso los embajadores de la UE comentan entre ellos que están absolutamente hartos y detectan con alivio que la independencia está perdiendo adeptos. Lo ven como un asunto de una minoría que puede hacer mucho ruido por las ingentes cantidades de subvención que reciben. Ningún país bien informado –porque una cosa es que Cataluña sea un asunto interno español y la otra es que los Estados serios no estén perfectamente al corriente de lo que ocurre en cada rincón de la Unión– cree que el llamado «procés» sea democrático ni mucho menos que se base en «las sonrisas». Han detectado la evidente violencia que subyace.
Preocupa especialmente la absoluta falta de libertad de expresión de los medios de comunicación catalanes, públicos y privados, lo que se entiende como un recurso absolutamente dictatorial y facilita la comparación de los separatistas con movimientos populistas como el Frente Nacional francés. Siguiendo con Francia, su gobierno ha protestado ya dos veces ante España por la injerencia de los independentistas en el sur de su país. Están profundamente indignados y entiende que una Cataluña independiente les puede causar problemas de contagio.
En Occidente –y es grotesco tenerlo que recordar– no existe democracia sin respeto de la Ley. Por eso la forma de actuar de los políticos separatistas choca con las convicciones de cualquier democracia moderna y tiene su más absoluta reprobación.
Preguntados estos cónsules y embajadores sobre cómo afrontarán –en caso de producirse– la presión de masivas manifestaciones callejeras reclamando el referendo, todos coinciden en recordar que en 1968 el gobierno británico envío tropas a Irlanda del Norte y que en 1971 la Gran Bretaña entró en la UE.
En 1998, después de 30 años y 3.000 muertos, se resuelve el conflicto y se retiran las tropas. En los 27 años que los británicos estuvieron con su ejército en su «provincia complicada» –que es como los embajadores consultados se refieren a Cataluña– y fueron al mismo tiempo ser miembro de la UE, ningún Estado miembro interfirió en este asunto interno: nadie se atrevió ni a opinar.
También a propósito del Reino Unido, y preguntados los mismos embajadores por si las empresas de sus países presionaran a sus gobiernos para que a su vez presionen a España en caso de que los independentistas colapse las vías comercial de Barcelona con Europa, su respuesta es igualmente contundente: «En Londres, con el Brexit, están en juego intereses económicos mucho más extraordinarios que en Cataluña y no hay ninguna empresa que esté forzando a su gobierno. Las empresas están acostumbrados a abrir, cerrar, reestructurarse y por supuesto mudar filiales. Es parte del día a día. A nadie le preocupa demasiado. Nunca gusta, pero no crea traumas».
Cualquier esperanza de empatía queda sepultada por la respuesta del embajador de uno de los países a los que tanto suelen referirse los independentistas cuando explican la Cataluña que quieren.
–¿No siente simpatía por un país pequeño como el suyo que quiere votar para decidir su futuro?
–En mi país los independentistas tienen el mismo nivel de popularidad que los testigos de Jehovà.
«Estamos hartos del procés»