Adelante, adelante: ¿sin ideas y sin plan? | Opinión | EL PAÍS
Francesc Carreras
Adelante, adelante: ¿sin ideas y sin plan?
Para Convergència, la autonomía de Cataluña era la etapa de ‘paciencia’ que debía dar paso a la independencia y durante la cual sembró la semilla del soberanismo. Ahora, el radicalismo prostituirá hasta el término catalanismo.
FRANCESC DE CARRERAS 11 SEP 2014 - 00:00 CEST
¿Será el 11 de septiembre que se celebra hoy en Cataluña un ensayo premonitorio del escenario que se dibuja para el 9 de noviembre, día fijado para la consulta soberanista? No creo que nadie, ni siquiera aquellos que parecen estar en el secreto de lo que va a suceder —por ejemplo, Mas, Junqueras o Rajoy—, sean capaces de responder con la seguridad de acertar.
Este verano ha fallecido prematuramente una gran figura del mundo cultural, el editor Jaume Vallcorba. Un hombre bueno y cordial, un intelectual independiente, con un poso de conocimientos humanísticos difícilmente igualable. Para quienes le conocían su muerte ha constituido una dolorosa pérdida en el plano humano, para todos los demás ha sido una auténtica catástrofe cultural. Los aficionados a la literatura, al arte y a las humanidades saben valorar esta desgraciada pérdida del editor de Quaderns Crema y de Acantilado, un personaje quizás sustituible pero, en todo caso, como sucede con los grandes editores, absolutamente irrepetible.
Pues bien, Vallcorba, que era un pozo de erudición, al describir la situación de Cataluña durante las últimas décadas, solía recordar a sus amigos una frase que él atribuía a Pompeu Gener, un atrabiliario escritor y periodista catalán de fines del siglo XIX y principios del XX: “Endavant, endavant, sense idea i sense plan”. Esta era, según Vallcorba, la estrategia emprendida por el nacionalismo catalán, acentuada en la última década. ¿Tenía razón el editor? No estoy seguro. Aunque tampoco estoy seguro de lo contrario. Veamos.
El catalanismo político se encontró en 1978 y 1979 con un gran problema: sus reivindicaciones históricas más importantes se habían alcanzado. En efecto, primero se reconocía la singularidad de Cataluña como nacionalidad diferenciada. Segundo, se atribuían a la Generalitat amplísimas competencias sobre las más variadas materias y la transferencia de los correspondientes servicios fue muy rápida. Y tercero, la lengua catalana fue declarada oficial, junto con el castellano, y su conocimiento y uso se ha extendido enormemente pese a no ser lengua materna de la mayoría de catalanes.
Por tanto, se había conseguido constitucionalizar la diferencia, el poder político y la singularidad cultural. Naturalmente, como es lo habitual en todas las Constituciones democráticas, no se reconocía la soberanía de los ciudadanos de una parte del territorio, en este caso del pueblo catalán, ya que ello es contradictorio con la autodeterminación de todo el pueblo, que esto es lo que, en definitiva, significa el acto constituyente que aprueba una Constitución. Se reconocía, sin embargo, el derecho a la autonomía, que era la aspiración histórica mayoritaria del catalanismo político.
Los nacionalistas crean fantasmales diferencias en lugar de cultivar las evidentes similitudes
Ante esta situación, los catalanistas debían plantearse el famoso interrogante: ¿qué hacer? A primera vista, parecía que había solo dos opciones: primera, darse por satisfecho y desarrollar las capacidades que le ofrecía la nueva situación; y, segunda, rechazarla y seguir planteando la reivindicación de la soberanía como objetivo irrenunciable.
ERC, en aquel momento un partido muy minoritario, así como parte del mundo literario y artístico en catalán, optaron claramente por esta segunda opción. La mayoría de los votantes de CiU y buena parte de sus dirigentes optaron por la primera. Miquel Roca Junyent y su malogrado Partido Reformista —una ocasión perdida— eran un buen ejemplo de ello. Pero no todo el mundo convergente aceptaba esta vía. Algunos, entre ellos Jordi Pujol, estaban pensando en una matizada tercera opción, que no implicaba renunciar al principio nacionalista de que “a toda nación le corresponde un Estado soberano” y era más inteligente, ya que podía recabar más apoyos que la puramente independentista de ERC.
Esta tercera opción consistía en lo siguiente: de momento se aceptaba la situación determinada por el marco constitucional y estatutario de 1978 y 1979, con un doble objetivo: primero, “nacionalizar” la sociedad catalana, es decir, diferenciarla lo más posible del resto de España; segundo, desde el punto de vista institucional, ir creando bajo el manto de la autonomía una especie de embrión de Estado catalán —lo que ahora se denomina, sin ocultarlo, unas “estructuras de Estado”—, que facilitara, en el momento más conveniente, el paso definitivo hacia la independencia.
Esta era la vía de la “construcción nacional”, la que realmente acabó triunfando y que refleja bien el eslogan convergente “hoy paciencia, mañana independencia”. En la etapa de la paciencia se llevaba a cabo la construcción nacional que debía dar paso a la independencia futura. Sin embargo, la mayoría de la sociedad no fue consciente de todo ello, a pesar de que instrumentalizaron convenientemente la lengua, la historia, la cultura y los medios de comunicación. La semilla del soberanismo estaba sembrada.
Con superactuado dramatismo se pretende que España lleva 300 años oprimiendo a Cataluña
En los últimos 15 años, todo este proceso se aceleró abruptamente. El Estado de las autonomías se había ido transformando en una forma de Estado federal en los años noventa mediante el pacto suscrito en 1992 entre el PSOE y el PP según el cual todas las comunidades autónomas asumirían las mismas competencias, a excepción de determinados hechos diferenciales establecidos en la Constitución: lengua, derechos históricos, derecho civil e insularidad. Eran diferencias justificadas en la cultura, la historia, el derecho y la geografía. Sin embargo, establecían la igualdad entre comunidades autónomas, el vilipendiado por los nacionalistas “café para todos” que no es otra cosa que una estructura federal del Estado. Pero ello no puede ser admitido por los nacionalistas, que ante todo se dedican a fomentar las fantasmales diferencias en lugar de cultivar las evidentes similitudes.
Habiendo acertado en los tiempos o no, esto hay que comprobarlo, a partir de 2010 la tercera vía estratégica que CiU ha estado propugnado —primero paciencia y luego independencia— ha llegado a su culminación: Convergència y Esquerra ya sostienen lo mismo, la independencia, con algún pequeño matiz. Se ha llegado al final de un camino.
Por tanto, volviendo a la frase de Pompeu Gener que repetía Vallcorba, la de “¡adelante, adelante, sin idea y sin plan!”, no puede decirse que fuera exacta, pues había una idea y había un plan. Lo que no sé con seguridad es si este plan ha acertado en los tiempos, si este es el momento de dar el gran paso que se ha estado preparando con tanto cuidado. El “endavant, endavant” afecta al resto de la frase porque, efectivamente, produce un apresuramiento irreflexivo, da preferencia a lo urgente y no a lo importante. Por ahí es por donde flaquea todo, donde tiene razón Vallcorba. Ciertamente, es más meditado que el golpe del 6 de octubre de 1934, aunque esto no resulta difícil. Pero da la sensación de que se han precipitado los acontecimientos, aprovechando una situación económica de debilidad y forzando, con un superactuado dramatismo, que España oprime a Cataluña desde hace 300 años para que coincida con la fecha mágica de 1714. ¿La mayoría de catalanes cree tales barbaridades? Pienso sinceramente que no.
Lo que sucede es que nadie, o casi nadie, defiende en público aquella primera vía de catalanismo realista, inteligente y sensata que fue satisfecha con la Constitución y el Estatut, que ha dado 30 años de gran prosperidad y en la que podemos coincidir una gran mayoría de catalanes sin entrar en ninguna agria disputa con el resto de españoles ni entre nosotros mismos. El radicalismo nacionalista acabará prostituyendo, incluso, el término catalanismo. Algunos que nos declarábamos catalanistas, pero no nacionalistas, que nos sentimos satisfechos con la Constitución y el Estatuto de 1979, ahora se nos hace difícil utilizar esta denominación de catalanista, no sea que se nos confunda. A esto hemos llegado, a esto nos han llevado.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional y autor del libro Paciencia e independencia, publicado recientemente.