La trampa de hormigón
Actualizado 19-08-2008 02:26 CET
España está enladrillada y Europa lo sabe
Véndase quien pueda
Paloma ha comprado un apartamento minúsculo y no demasiado bonito, tras el pago de cuya hipoteca dispone mensualmente, pese al contrato laboral de jornada completa, de algo más de 200 euros que aseguran su dependencia de las croquetas de mamá; Miriam y David han adquirido un piso en una ciudad fantasma, o mejor dicho, todavía inexistente, a medio construir, carente de todo tipo de servicios y a muchos kilómetros de atasco de sus lugares de trabajo; en Villacañas, muchos hogares viven pendientes de que la policía localice y detenga al propietario de la fábrica de puertas que, ante el inminente colapso del sector, “salió a por tabaco y no ha vuelto”, olvidándose, por supuesto, del salario de sus empleados.
Estas historias, familiares para la mayoría de los españoles, empiezan a serlo ya también para los europeos que se despiden, al evocar nuestro país, de la imagen del pueblo blanco adormilado en una ladera, pero también del paraíso vacacional incentivado por la compra-venta de bienes inmuebles con fines especulativos. En Alemania, el canal de televisión Phoenix ha emitido recientemente el reportaje de Thomas Schneider “Die Betonfalle - Wie Spanien sich die Zukunft verbaut” (literalmente: “La trampa de hormigón: cómo España obstruye su futuro”, el juego de palabras entre construir y obstruir funciona con mayor o menor eficacia en ambos idiomas), producido para el estudio madrileño de la primera cadena alemana ARD, para la que Schneider trabaja como corresponsal, y repetido al menos cuatro veces en diferentes franjas horarias.
El documental tematiza las dificultades de los jóvenes españoles para acceder a una vivienda en propiedad, como marca el deseo y la presión social, o de alquiler, a fuer de la necesidad, explora los primeros impactos del temido estallido de la burbuja inmobiliaria (inflada por una sobrevaloración de los precios reales de la vivienda que The Economist tasa en un 52%) y muestra en todo su patetismo el drama de una generación atrapada entre la deuda al banco, la dependencia de sus mayores y la inestabilidad laboral. El diagnóstico de Schneider, expresado ya en el subtítulo de su crónica, es taxativo: dejándose llevar por el canto de sirenas de una prosperidad económica impulsada durante muchos años por el incontrolable frenesí del mercado inmobiliario y la facilidad de crédito, la pujante y dinámica España de la democracia, que sigue siendo, como cabe añadir, el país empozado de la recalificación, el chanchullo y el pelotazo urbanístico, ha encerrado su futuro detrás de un muro de ladrillo paradójicamente sólido y bien construido.
Ahora que, según titulaba el diario francés La Tribune, la fiesta se ha acabado, la mayoría de los que en ella participaron y, a fin de cuentas, todos los ciudadanos españoles, excepción hecha de ventajistas, pícaros, delicuentes y demás espabilados, empiezan a sufrir en sus bolsillos los efectos de la devastadora borrachera: el endeudamiento, la disminución de las rentas y del valor patrimonial, la pérdida de la inversión con la consiguiente destrucción de riqueza, el aumento del desempleo y la caída del consumo privado. Con una demanda incapaz de absorber el exceso delirante de oferta, la sintomatología era tan evidente que no hacía falta ser un experto en mercados finacieros para vaticinar el advenimiento de esa crisis violenta que hoy sólo los promotores se empeñan obstinadamente en negar, en el intento desesperado por deshacerse de algunas más de esas cientos de miles de viviendas edificadas y vacías que nadie necesita y que no valen ni la mitad de lo que cuestan.
Y sin embargo es innegable que la avaricia del sector ha matado a “la gallina de las casas de oro”, la fábula de la economía española según la concebían las periodistas Ruth Ugalde y Carmen Canfrán en la edición digital de El Economista, ese cuento que todos hemos escuchado de niños y cuya sencilla moraleja empresarios y políticos parecen no haber comprendido. Ahora tendrán una buena oportunidad para hacerlo. Las compañías que se declaren en bancarrota difícilmente hallarán excusa en la crisis coyuntural o en un precipitado cambio de ciclo. En los foros de wallstreet:online, por citar un ejemplo, hay más de 790 páginas dedicadas a la cuestión del colapso inmobiliario en España, con alrededor de 7.930 contribuciones de los lectores; teniendo en cuenta que el tema de discusión se abrió en 2004, no hay duda de que el batacazo de la construcción era todo menos imprevisible.
Los sucesivos gobiernos, temerosos de la mala publicidad que suscita entre los votantes la presentación de unas cifras macroeconómicas negativas, y para no dar argumentos a la siempre beligerante oposición, no han mostrado, pese a ello, una voluntad decidida de atajar el problema, ni desde el Ministerio de Economía, ni desde el de Fomento ni desde ninguna otra instancia (las ayudas a la promoción del alquiler y a la emancipación llegan tarde y son insuficientes, los millones destinados a impulsar la vivienda protegida parecen más bien un salvavidas lanzado a las empresas constructoras). La cortedad de vista de los representantes políticos no les impide asombrarse luego del descrédito en que ha caído su actividad, la sospecha permanente de cohecho, la desidia y falta de integridad que les atribuye el ciudadano y la desconfianza total en su capacidad de intervenir en defensa de lo común frente a grupos de presión o intereses mercantiles.
Esta pérdida de credibilidad de la política y, en general, de lo público, es uno más de los daños colaterales de un crecimiento engañoso, fraudulento no por ilegal —o no sólo por eso—, sino por los desmesurados costes sociales, culturales, medioambientales y, en definitiva, económicos, que ha conllevado y que hacen que su debe empiece a pesar ya considerablemente más que su haber. No cabe, no obstante, culpar unicamente a políticos y especuladores de tan desfavorable balance; como acertadamente titulara Luis Fernández-Galiano su magistral artículo, Marbella somos todos. El nuevo modelo urbanístico, la proliferación del ladrillo y del asfalto, la destrucción del entorno natural son, no me resisto a citar literalmente sus palabras, “producto de la vitalidad y el dinamismo de una sociedad próspera y hedonista, que multiplica sus exigencias con impaciencia abrupta. El territorio es siempre un retrato físico de la cultura que lo ha modelado y, nos guste o no, los nuevos paisajes españoles reflejan con exactitud lo que hoy somos: acomodados, vulgares y satisfechos”.
Miriam y David no tienen más que asomarse a la ventana para ver el rostro mal encarado de esa nueva realidad española. El apartamento que han comprado o siguen comprando es parte de una urbe artificial, surgida de la nada para albergar a más de 30.000 habitantes y en la que hoy día perviven ciento y pico familias aisladas, sin transporte público, infraestructura educativa o sanitaria suficiente, comercios, restaurantes u otros locales de ocio y encomendados a la protección de vigilantes privados. Curiosamente, para construir Ciudad Valdeluz, ejemplo paradigmático de ese crecimiento aberrante producto del afán de enriquecimiento más cerril, fue necesaria la decisión política de levantar la estación del AVE Madrid-Barcelona no en Guadalajara, capital de provincia de 67.000 habitantes, sino en un páramo desierto situado a 13 kilómetros de su casco urbano. No es el único caso en que por misteriosas razonas una pomposa estación del trazado de alta velocidad se construye en terreno rústico baldío, como ha ocurrido en las cercanías de Antequera, pero esa es otra —y la misma— historia…
El reventón de la burbuja significa para Miriam y David que las calles de su ciudad nunca se llenarán de niños, como anhelan pensando en los que desearían tener, y posiblemente ni siquiera lleguen a verla terminada, porque las promociones no van a venderse y únicamente hay completada una de las cuatro fases previstas del proyecto; si ellos mismos quisieran deshacerse ahora de su vivienda, sólo podrían hacerlo afrontando enormes pérdidas. De manera que son prisioneros entre sus propias cuatro paredes.
¿En qué consiste, pues, la trampa de la que habla Schneider, el cepo de ladrillo y cemento en que ha caído, como mínimo, toda una generación? Es la trampa del endeudamiento perpetuo, sin lugar a dudas, pero también la condena a la fealdad, a habitar espacios urbanos devaluados, a la estrechez de viviendas pagadas a precio de oro pero construidas a precios de saldo (el presupuesto se ha diezmado en los bolsillos del promotor, del intermediario, del concejal o el consejero), en ciudades-dormitorio o en urbanizaciones inhabitables florecidas en la autopista y muchas veces carentes de los más elementales servicios; es la trampa del juego especulativo estimulado por políticos, economistas y expertos, del dudoso festín a cuya mesa se han sentado tantos ciudadanos; es la trampa que impide emanciparse a los jóvenes, que los obliga a trabajar por sueldos de miseria y a renunciar a sus derechos por miedo a perder ese salario que los más afortunados destinan casi íntegramente a cubrir la hipoteca; es la trampa, por tanto, de cuyas víctimas se alimenta la precariedad laboral y que hace de tener hijos un lujo que muy pocas parejas pueden permitirse. Es, para concluir, la trampa en la que agonizan costas y paisajes naturales, que modifica para siempre, y siempre para mal, la fisonomia de nuestra tierra, la trampa de la falta de escrúpulos o de perspectiva, de una mentalidad de nuevo rico tan ambiciosa como limitada.
No quiere, sin embargo, el corresponsal alemán, excluir del documental todo atisbo de esperanza y relata la historia del emprendedor Álvaro, que ocupando junto a otros jóvenes un antiguo hospicio para leprosos cerca de Barcelona, disfruta por primera vez del gustazo de un vivienda acondicionada a su antojo y con su esfuerzo, con jardín y ventana con vistas al skyline de la ciudad condal. La autogestión de espacios ocupados no representa, lamentablemente, una opción factible, imaginable para el grueso de la población, de sortear la penuria inmobiliaria, de manera que los bancos y las administraciones de lotería siguen frotándose las manos… Que Dios y el Euribor nos guarden.