Maradona todos los días, según Segurola, dejó de ser Diego algunas semanas. Suficiente para ser la piñata del Imperio de la propaganda. Odiado por lapidar el famoso fin de ciclo y difamado hasta no ser reclutado por quien festeja las presentaciones como si fueran títulos, el diez entró en combustión. Zaherido por esa legión bufa que, en materia de estupidez, insiste siempre, Messi decidió responder a sus fiscales en el campo. Mermado físicamente y saco de todos los golpes, sin derecho a un periodo de recuperación después de una lesión, sin el privilegio de tomarse una noche libre y condenado a marcar siempre para que Blatter pueda perfeccionar sus burdas imitaciones, el diez de dieces superó su examen rutinario. Y demostró, por enésima vez, que dudar de él es dudar del fútbol. El que gana eliminatorias cojo, el que golea a medio gas, el que lejos de su mejor versión sería uno de los mejores y al cien por cien es el mejor de todos los tiempos, certificó su tristeza: 14 goles en 15 partidos. Cabe imaginar qué registros marcianos volverá a superar cuando el centro de gravedad del Barcelona, con el diez a la espalda, recupere sensaciones. Los profetas, otra vez, quedaron a la intemperie. Dudaron de Messi, llegaron a decir que se había ido y alguno llegó a escribir que tenía que volver. La realidad es que nunca se fue. El diez siempre está llegando.
Más dramas y sospechas. Una catarata de reproches y tesis doctorales señalan que existe una crisis en el seno azulgrana. Diaria, semanal o mensual, pero existe. Eso dicen.La crisis del Barça es la nostalgia del equipo de Guardiola, único e irrepetible, un recuerdo perpetuo que alcanzó la excelencia en el juego y la inmortalidad en la sala de trofeos. El debate del Barça es la resistencia a interiorizar que en la vida, como en el fútbol, nada es eterno. El drama interno del culé reside en comparar el trozo más sagrado de su historia con un presente que rechaza, por novedoso y diferente, sin advertir que también aquella máquina de dar felicidad tuvo que sortear adversidades. El desastre del Barça encuentra su núcleo en desdeñar el estilo y los logros que cientos de sesudos analistas se empeñan en clasificar en –ismos, como si para Tito o Tata ganar y jugar bien fuese sencillo, como si el contrario les pusiera alfombra roja para franquear cada muro y ellos, como el mal hacedor que nunca encuentra buena herramienta, fueran pésimos administradores de la herencia recibida.
La tragedia del Barça pasa exigir un plan B cuando funcionaba el plan A, para luego crujir al impulsor del plan B cuando el enemigo se sabe, de memoria, el plan A. La desventura del Barça consiste en evocar las conquistas de un equipo de leyenda, en lugar de ponderar el compromiso de quienes aspiran a reeditar aquellos éxitos. El drama del Barça consiste en reivindicar a los que no están, dudando de quienes se han quedado, para averiguar quiénes son y qué pueden llegar a ser. La crisis del Barça se alimenta de alabar quienes escribieron la historia, despreciando a quienes intentan escribir una nueva página en el libro del club. Aquel Barça del pasado fue irrepetible. Un himno a la pelota, un canto al buen fútbol, un recuerdo pluscuamperfecto que es imposible mimetizar. Muchos dudan del gobierno de Martino y creen que camina, de victoria en victoria, hacia la derrota final. Otros, desde la crítica constructiva y el sentido común de no exhumar el guardiolismo para restregárselo por la cara al equipo actual, entienden que algunos han decidido trabajar, sacrificarse y ofrecer lo mejor de sí mismos. Y que esa clase de sacrificio exige y merece respeto.