El sábado, entre 25.000 y 2 millones y medio de personas se manifestaron por Madrid contra el aborto. Acudieron particulares, mujeres y niños de todas las edades, de todos los credos y de todo pelaje político.
Sin embargo, la Iglesia sólo puede sonreír a medio gas porque no se da cuenta de que es peligroso y demagógico enfrentar en la calle a la media España que está a favor de los fetos y a la otra media que, como este periódico, cree que no se hace suficiente y que deberíamos proteger aún más la vida.
Es lícito y aplaudible que la Iglesia denuncie las ayudas de 400 euros que está ofreciendo el Gobierno de Zapatero para que las familias aborten. Es lícito y encomiable que la Iglesia denuncie que desde Moncloa se esté obligando a las jóvenes a abortar delante de sus padres.
Lo que nos parece cuanto menos reprobable es que en la manifestación del sábado no se alzara la voz de ningún obispo contra el homicidio silencioso que ocurre cada 28 días en todos los hogares españoles: la menstruación.
Cada regla supone una posible vida que acaba incrustada en un tampón o en una compresa. Y las cifras que nos esconde la Conferencia Episcopal son espeluznantes. Hagan ustedes los cálculos: 20 millones de mujeres españolas, a 12 reglas anuales cada una, son 240 millones de fetos desperdiciados.
Todos nosotros fuimos óvulos. ¿Qué madre miraría a su hijo y le diría “Estuve dudando entre menstruar o que tu padre me copulara”?
Ni Mengele ni Sabino Arana en sus sueños más salvajes habrían aceptado un exterminio de tal magnitud. Entonces, ¿por qué lo consiente la Iglesia?
Quizás porque están perdiendo el rumbo y van hacia una deriva peligrosísima de relativismo moral. Este menosprecio por las vidas de los más desfavorecidos -los ovocitos- debiera ser denunciado ante el Tribunal de La Haya y resuelto por un contingente de Cascos Azules.
¡Acabemos con las reglas! Así lo expresamos desde esta tribuna. ¿O es que ya no nos emocionamos ante la visión de un óvulo?