El custodio, de Rodrigo Moreno
Rubén es el guardaespaldas del primer ministro argentino. Le acompaña a todas partes, hasta el punto de formar parte de la vida de éste. Mientras tanto, su vida familiar parece ir de mal en peor.
Cine austero en el más puro sentido de la palabra, perteneciente a esa escuela perdida entre Bresson y Haneke, a la búsqueda tanto del despojamiento de todo artificio como de hacer sutilmente visible la angustia que nos hace compañía día tras día. El argumento cabe en dos líneas y básicamente queda reducido al seguimiento de un personaje central, una sombra, un hombre solitario cuya individualidad le ha sido extirpada por la obligación de ver, pero no tocar, vivir, pero no vivir. Ante la imposibilidad de soportar semejante carga, la catársis no tardará en llegar y nada volverá a ser lo mismo; cuando rompemos nuestras cadenas, la libertad puede ser aterradora, tan enorme como el mar. La película, en última instancia, es un borrador abstracto, lleno de silencios y miradas, donde lo mismo podemos contemplar (como contempla él) un drama existencial, que una metáfora social sobre el abismo infranqueable entre los de arriba y los de abajo.
Por un lado, el hieratismo del actor protagonista es un pilar fundamental para semejante propuesta, consiguiendo comunicar lo incomunicable mediante una disciplinada inexpresividad; lo mismo un impecable profesional que un hombre hasta los cojones de todo, con sus propias (y sórdidas) estrategias de evasión. Por otro lado, la realización del tal Rodrigo Moreno es puro rigor (aunque alguna decisión musical no me la esperaba), pura obsesión geométrica en cada plano, levantando una sólida, angulosa y angustiosa prisión sobre nuestro héroe. Mucha, y muy coherente, reiteración. Y humor negro, quiero pensar (el incómodo episodio del restaurante chino, la puta viviendo con la vieja), hasta el punto de que el final, que vendría a ser la típica actuación heroica para salvar a la persona protegida... termina siendo lo contrario. Imposible, en definitiva, juzgar a alguien que únicamente desea sentirse parte de algo.
La mirada neutra, desnuda, como medio para descubrir la cara B de nuestra existencia. El enemigo desconocido, ese de quien nos “protegemos”... somos nosotros.