C.R.A.Z.Y., de Jean-Marc Vallée
Historia de una familia católica y de clase media de Quebec durante tres décadas centrada en uno de los cinco hijos adolescentes, nacido el día de navidad y que viene al mundo con un supuesto don del Señor que le hace diferente a los demás… y así será, aunque no de la manera esperable, sino por una marcada inclinación gay que complica para siempre su relación con su progenitor, hipermacho a la usanza tradicional e idealizado desde la óptica infantil, en una época en la que tal posibilidad es a todas luces inaceptable.
En este hogar numeroso y disfuncional, donde vienen al mundo los hijos que tengan que venir, no falta la sacrificada madre como eterno ángel de la casa, ni tampoco un hijo díscolo prontamente arrastrado por la mala vida y adicto a las drogas. Entre lo cómico (chistecitos maliciosos sobre sexo anal), lo costumbrista y los hechos tristes que pueden suceder hasta en las mejores familias, la pérdida de un ser querido es también la muerte de una época. El protagonista oscila entre cierta rebeldía contra el ambiente en que se ha criado y la obediencia y el amor filial debidos y sinceros. Comprensiva con todas las partes, en ningún caso es la película una crítica de una institución represora sino más bien lo contrario. No trata tanto sobre ser marica como sobre los vínculos, el perdón y el difícil camino hacia la aceptación de los otros, siempre precaria y momentánea pero necesaria. Cual “Cuéntame” canadiense, parece que estemos, de hecho, ante un compendio de temas polémicos pero convenientemente enfocados de manera amable y para no incomodar más de la cuenta, prueba de ello es el muy pudoroso tratamiento de lo gayer.
El trasfondo de rechazo y a la vez de búsqueda religiosa autodestructiva sale al encuentro de un realismo mágico con visiones y demás elementos oníricos que quizá sean lo que peor ha envejecido, a veces horteras en exceso o vacuos. A cambio, una banda sonora y un imaginario nostálgico muy bien recreado y que contribuye a la trama; la brecha entre los hijos, con sus Rolling, su Bowie y sus Pink Floyd, el padre, con Charles Aznavour y Patsy Cline… el vinilo de esta última viene a ser casi el corazón de la película en su simbolismo, cuya ruptura no tan accidental precipita el daño irreparable del lazo afectivo, un daño que finalmente habrá que asumir porque así son las cosas y las personas. O cómo lo cargan de significado esas iniciales que forman el título, la visión edulcorada y a desmitificar, un tanto posesiva, del varón hacia su imperfecta descendencia, por la cual sin embargo se desvive, pues es más vulnerable de lo que aparenta tras la fachada de tipo duro (en el fondo le jode que su hijo favorito sea el sarasa, y al mayor le consiente simplemente porque se ajusta mejor a su rol de virilidad extrema...). Como también se cargan de significado unas tostadas, literalmente, “a la plancha”.
El director podemos decir que toma de lo bueno (el montaje hábil y la ambientación de un Scorsese o PTA) y de lo menos bueno (Velvet goldmine y su exceso esteticista); he echado en falta mayor protagonismo del resto de hermanos, muy relegados a un papel secundario, y se le va un poco de las manos ese exótico viaje final a tierra santa, incluyendo travesía del desierto y a un Jesucristo que no es “ecce homo” sino “homo” a secas, vaya…