El mito fundacional podemita se basaba en el anticapitalismo, el proceso constituyente y en "empoderar a la gente", sea lo que sea eso. Todo ello se ha perdido en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. ¿Qué queda? Una organización de ideología difusa cómodamente apoltronada en las instituciones cuya máxima aspiración es acabar con uno de los síntomas del problema real, la corrupción únicamente política; como si eso fuese a cambiar algo más allá de lo superficial y cosmético.
Más de lo mismo, otra pata más para apuntalar aquello que antaño llamaban el régimen del 78, con un mensaje aséptico, posmoderno, apto para pequeño-burgueses hipstérico-millenials desorientados, hace más de un lustro venidos a menos tras los temblores que conmovieron las bases del de su existencia e hicieron peligrar sus aspiraciones. Pero esa "clientela", gracias a las virtudes de una supuesta recuperación, también se dispersa, una vez han encontrado acomodo en un sistema cada vez más próximo al capitalismo esencial, el decimonónico. Con la clase obrera jamás han conectado: mucho Gramsci y pocos callos en las manos entre las élites del partido, lo que los distancia de la chusma, a la cual intentan aleccionar condescendientemente desde los púlpitos mediáticos, como si de ilustrados del XVIII se tratara, presos de sus más que notorios prejuicios de clase.