Por Jordi Costa
En la muy incomprendida A.I.: Inteligencia Artificial (2001), Spielberg propuso, de la mano de Brian Aldiss, uno de los más plausibles usos del robot en un futuro marcado por el autismo sentimental: el robot como prótesis afectiva. WALL·E. Batallón de limpieza propone otra idea atravesada por la lucidez: cuando la Humanidad (se) abandone quizá sobrevivan los ecos de su vida emocional en la programación de las inteligencias artificiales. Lo más humano de esta cinta que parece esbozar un posible modelo de espectáculo para un mundo posthumano, es, paradójicamente, un desastrado robot que podría ser un triunfo del funcional diseño tecnológico predigital, y que, en los fotogramas de este prodigio Pixar, es un espectacular hallazgo de la animación: hiperrealista y sintético a un tiempo.
WALL·E (como el resto de personajes) es como un haiku en movimiento: su alma y su carácter residen en la colosal elocuencia de su mínima expresión, en la incesante capacidad comunicativa de su mirada. Pixar no solo se mantiene fiel a su compromiso de facturar buenas películas (esta va más allá: es magistral), sino que sigue planteándose la conquista de inéditos territorios de expresividad digital: aquí el toque de distinción está en el equilibrio entre la emulación hiperrealista de un universo desolado y el hallazgo de un inagotable vocabulario emocional en lo sintético.
Durante los primeros minutos de este film excepcional, este crítico se preguntó si Andrew Stanton no había sido demasiado radical: casi sin diálogos, WALL·E bien podría considerarse un trabajo algo exigente con el espectador medio, lanzado al centro mismo de un universo en agonía donde las claves de la empatía y el reconocimiento han evolucionado hacia otras formas. El desconcierto no tarda en ser vencido: en el fondo, WALL·E es espectáculo futuro, pero, también, esencia fundacional. El punto de encuentro entre Buster Keaton y el silicio: podría ser, a la vez, el último film de la Humanidad y el tren-que-llega-a-la-estación del porvenir del cine. WALL·E es, en primer lugar, una delicada historia de amor entre un oxidado robot con nostalgia de la Humanidad y un sofisticado prodigio tecnológico con sex-appeal de iMac y ciertas capacidades para la destrucción masiva. También es una fábula optimista que rescata a la Humanidad de una antiutopía obesa, yacente y consumista. Y una carta de amor, plagada de guiños armónicamente engarzados, a la ciencia-ficción como género capaz de definirnos e hipnotizarnos.