Antes que otra cosa,
La ley de la calle es un colosal ejercicio de estilo y de experimentación visual, pura ensoñación, desmitificación de un imaginario nostálgico como es el de las bandas juveniles callejeras. Coppola estiliza hasta el extremo una imagen en blanco y negro donde irrumpen tan sólo las notas de color de unos peces en un acuario, convertidos en metáfora de unos perdedores atrapados en una prisión invisible, anhelantes de una libertad que se expresa en la idea del mar. Sin embargo, nuestras vidas son los (sucios y turbios) ríos que van a dar a la mar… que es el morir.
Como protagonista, Matt Dillon vendría a ser un nuevo Brando, un chulo adolescente que aspira a revivir ese mundo romantizado de las bandas; de rebeldía, héroes como de western capaces de sus propias grandes hazañas, de actos de camaradería y valor, enfrentados a la banda rival de turno. Ser guay y pasárselo muy bien con los colegas, con la chica de la peli, que es buenecita, sensata a la par que muy guapa y está muy buena, como descanso del guerrero y brújula moral. Un momento efímero que pasó para dejar sitio a la degradada realidad de la heroína, pero del que quiere formar parte para no sentirse solo, dar un significado a su desamparada vida y emular un referente de masculinidad, dureza y liderazgo; su hermano mayor, el legendario “chico de la moto”.
Los personajes dejan de ser tales para alzarse como estereotipos o mitos, reconocibles con apenas una frase, un golpe de vista; el amigo macarra (irreconocible Nicolas Cage), el empollón, el sabio de la barra del bar. Alusiones, igualmente míticas, a la figura de Casandra, al flautista de Hamelín.
El hermano (un muy contenido y también irreconocible Rourke) es otro ser mítico e idolatrado; un iluminado por encima del bien y del mal, le sobran las palabras, huido a un paraíso californiano que quizá no exista. Sabe que está condenado, que es imposible o absurdo ser el líder si no hay nada que liderar, salvo un último gesto redentor. El tono es decididamente elegíaco, es el fin de la ingenuidad (la de un protagonista que no se entera de nada o lo hace demasiado tarde), de la juventud que se quema rápido entre la violencia y el vivir deprisa, pálidas sombras y espectros, presencias que son ausencias; la constante de los relojes, la cámara rápida, el tiempo que avanza inexorable sobre una ciudad que permanece impasible, como unas bolas de billar que dan vueltas y se golpean, en un baile azaroso.
La policía como pura presencia del mal, secundarios (Waits, Hopper) tirando también hacia lo mágico-grotesco. Secuencias concebidas a la manera casi operística y deudoras de un Welles: la pelea en el subterráneo, la feria y el bullicio de la calles… todo rodeado de sombras, niebla, capturado mediante encuadres imposibles y barrocos en su expresionismo, con fugas al realismo mágico y un hilo de sonido inquietante, insidioso, emulando el cineasta la mirada ausente de color del antihéroe de la historia; al igual que este, un alucinado visionario que se devora un poco a sí mismo, de vuelta del cine y de todo, que pone todo su talento al servicio de… ¿Qué? De una obra ensimismada que no termina en enganchar en términos narrativos convencionales, aunque sí que lo hace a ratos por la pura fuerza de su envoltura visual, sensorial.
En cambio,
Rebeldes se aleja del vanguardismo y vendría a ser un cine adolescente y generacional más normalito, que pudiera pasar por una versión muy estilosa y a la americana de nuestro intransferible cine quinqui. No, desde luego, desde un realismo descarnado, pues sigue teniendo bastante de evocación artificiosa, por mucho que los temas sean duros y muy reales, pero aquí sí que hay personajes propiamente dichos, con sus nombres molones (Sodapop, Ponyboy…) aunque quizá no tan carismáticos y entrañables como se pretende, como si la película no dejase del todo espacio para su lucimiento (veo que hay distintos montajes). De hecho, siendo conocida como cantera de algunos de los rostros masculinos más conocidos del Hollywood ya no tan actual, gente como Tom Cruise sale prácticamente haciendo bulto… o ese dramita del “hermano del medio” que parece esbozado y resuelto como a última hora.
“Coming on age” puro, en torno a estas pandillas que quedan para pegarse e incluso para matarse si surge la ocasión, con tremendas carencias educativas y familiares; son carne de cañón, adultos antes de tiempo, pero los lazos fraternos, de sangre o no, que se establecen entre ellos son un intento por sustituir a las familias que les faltan por azares de la vida. Son los años 50 y la lucha es entre pijos y engominados, subculturas muy marcadas y determinadas por la clase social; una barrera que por breves instantes puede superarse, en especial de si chicas guapas se trata, o cuando llegan a conocerse de verdad y se reconocen como en el fondo iguales unos a los otros... pero que no puede evitar perpetuarse a largo plazo.
La sala de cine enmarca el relato retrospectivo y circular que es la película. Muestra Coppola, aunque intermitente, su destreza visual, haciendo uso de fuentes de luz, de música rockera de la época. Sacándosela en secuencias tan potentes como las de la fuente, con esa sangre invadiendo el encuadre, la iglesia abandonada en el campo; lugar de confesión a modo de paréntesis, en un homenaje directo a “Lo que el viento se llevó” (guerra entre una y otra América, a fin de cuentas, o misma lógica a pequeña-gran escala), con esas siluetas recortadas en un crepúsculo naranja… también un lugar donde la expiación cobra la forma de un incendio fatídico, en otra escena brillante.
La pelea final, entre el fuego, la lluvia y el fango; violencia que conduce a un callejón sin salida, impulsividad y azar que lo mismo te llevan al asesinato sin darte cuenta, o bien te convierten en un héroe, así un poco a lo tonto. Hay un deseo de huir, de poner fin a esa violencia, en el fondo absurda y sin sentido. Chavales que tienen el bien y el mal dentro sí, enfrentados a cuestiones morales complicadas para su corta edad y que a veces no puede evitar exteriorizar al niño que son, una inocencia precaria en medio del horror. Como el tal Dallas (Dillon) en su calculada ambigüedad, sus actitudes chulescas con el sexo opuesto que hoy no pasarían filtro alguno; es el canalla irresistible, pura dinamita, o dureza mezclada con vulnerabilidad contenida y huida hacia adelante. El fondo de todo esto es amargo, poco complaciente (todo el via crucis del pobre Macchio, sin ir más lejos...), y sin embargo sobresale cierta cursilería un poco lacrimógena, con esa carta final, esas sobre-impresiones que dan toda la urticaria del mundo… no sé yo.