Sesión de pactos y tejemanejes diabólicos, así a lo tonto.
El hombre que vendió su alma, de William Dieterle
Ante una racha de mala suerte, un granjero decide vender su alma al diablo a cambio de un tesoro oculto. A partir de entonces las cosas mejoran en apariencia, pero no tardará en convertirse en un poderoso terrateniente que explota a quienes antes fueron sus iguales. Una revisión del mito de Fausto en la América rural y notable ejercicio narrativo, con algún detalle curioso de puesta en escena (el ambiente decadente y alucinado del final, una danza macabra de rápido montaje...) y con alma de cuento popular, siendo indudable el sentido moral y aleccionador, cargado eso sí de contenido político. Cine de la era Roosevelt que busca congraciarse con el espectador, orientado a un consumo interno, haciendo hincapié en el esfuerzo colectivo y en la ayuda mutua de las gentes humildes para salir adelante ante la adversidad (tales son los valores en los que se fundamenta la nación estadounidense y que han sido traicionados históricamente), frente a quienes no buscan sino el lucro personal (las figuras del gran capitalista y del usurero no salen nada bien paradas)… a la importancia de la nación se le une un trasfondo religioso, una apuesta por el perdón y la redención.
Quizá el auténtico protagonista en la sombra sea el tal Daniel Webster del título original, que encarna a la figura casi heroica del congresista, hombre íntegro y honrado que resiste toda tentación y que se ofrece como garante del hombre humilde ante las injusticias, entre el último campesino y los más altos poderes del estado... e incluso del más allá, con su poderoso y convincente alegato final. Aparece una figura femenina voluptuosa como sierva del mal (por no decir directamente zorra del diablo) y elemento corruptor, frente a la venerable señora mayor, humilde guardiana de una sabiduría siempre vigente. Entre el drama, el terror y la comedia un tanto perversa (véase la inverosímil sucesión de putadas que experimenta el prota al principio), con mucha presencia del componente fantástico, Satán aparece convertido en un pícaro (finalmente apaleado, rompiendo incluso la cuarta pared en un plano final dirigido al espectador -cualquiera puede ser su nueva víctima, pese a todo-) y el desenlace se asemeja a un ¿drama judicial sobrenatural?, con cierta mala uva al admitir que el Maligno estuvo presente incluso en la misma fundación de América.
El corazón del ángel, de Alan Parker
Recuperación de la moda satánica setentera en forma de neo-noir, con la grandilocuente sofisticación visual por la cual es conocido el director británico, revisitando la estructura clásica y los ambientes habituales de la temática policial pero con un barniz de terror que da el toque distintivo. Rourke interpreta al típico detective (estudiadamente) desastrado y de incierto pasado, metido en un asunto de poca monta (la desaparición de un cantante en horas bajas) que deviene en una pesadilla de tintes sobrenaturales, sucediéndose unos crímenes truculentos en los que está involucrado nuestro hombre de algún modo y que denotan a una presencia macabra moviendo los hilos. De los entornos urbanos decadentes tan de los años 50 pasamos a la magia, los ambientes cargados y los sincretismos religiosos de las pantanosas regiones de Luisiana (previa parada en las iglesias de los negros de Harlem y sus cánticos), sin olvidar un breve apunte racista por parte de los policías del lugar (las preocupaciones sociales nunca están ausentes del todo en las películas de este tipo, pese a su esteticismo marcado). Por la Bonet, todo sea dicho, yo también firmaría pacto con Lucifer y con quien fuera.
La imposibilidad del huir del mal, que siempre alcanza al hombre débil (el demonio siempre se cobra sus deudas), el cuestionamiento de la frágil identidad y el hallazgo de nuestro auténtico y horrible ser, de ésto va la peli y ahí entronca con el fatalismo típicamente noir. Numerosas secuencias e insertos malrolleros (las dos monjas, el polvo sanguinoliento), detalles de puesta en escena (las hélices, el ascensor), algún instante de montaje muy loco (el niño bailoteando)… son lo que destaca en una propuesta cuya sutileza, sin embargo, permanece bajo mínimos; la trama, pese a ser obligadamente embrollada (con la complicación añadida del tema fantástico) resulta previsible desde el primer minuto, pues hay que dejarlo todo bien clarinete (lo de los ojos brillantes, por ejemplo, queda de lo más ridículo y sobrante)… no hay más que ver a un De Niro mefistofélico cuya mera presenta va chillando a los cuatro vientos el meollo de la cuestión (de lo del huevo, o de su nombre, ya ni hablemos). Me queda la impresión de una cosa un poco hueca, aunque posiblemente los créditos finales sean de los más inquietantes que he visto nunca (eso habrá que concedérselo).