Harkness_666
Son cuatro
Kissed, de Lynne Stopkewich
Obsesionada con la muerte desde su más tierna infancia, Sandra es una joven que estudia medicina, entra a trabajar en una funeraria y posteriormente se hace embalsamadora con tal de estar cerca de los cadáveres, por los que se siente cada vez más atraída...
Inusual exploración del impulso necrófilo de una mujer que desea a los muertos con una devoción y un fervor próximos al misticismo. Más allá del morbo superficial, se trata de la entrada a un mundo trascendente, “como mirar el sol sin quedarse ciega”, en palabras de la protagonista; de cruzar una frontera, como explicita una voz en off, recurso siempre delicado de utilizar, pero que aquí ayuda a hacer comprensible lo incomprensible, a entender un acto tan abyecto y merecedor de nuestro juicio más duro; podría discutirse si la directora logra o no esa comprensión, que dependerá en gran medida de cada espectador.
Película muy canadiense en su forma de abordar con fría naturalidad y un punto poético lo truculento, el enfrentamiento con los tabúes más férreos, y que transcurre por tanto en esa región oscuramente luminosa del ser humano en la que se entremezclan la sexualidad, la muerte y la religiosidad, todas ellas experiencias contradictorias en apariencia, pero cercanas en mayor o menor medida a alguna forma de éxtasis, de confluencia entre las realidades. Ayuda a la causa una labor interpretativa de una actriz cuya belleza turbia es de por sí lo bastante ambivalente, como el propio film; discreto, “bonito” en sus formas a la vez que inquietante por motivos obvios (se describe un proceso de embalsamamiento, por suerte fuera de plano), de enorme sencillez, ajustada duración, pocos medios y pocos actores, con una selección de temas como muy noventeros y grunge, en la que la luz blanca es metáfora evidente de esa “iluminación”…
La peculiar afición de la chica, por otra parte, no está sujeta a sufrimiento o culpa alguna, ella no es ninguna loca ni está traumatizada por nada; podrían estar hablándonos de una orientación sexual o del descubrimiento de la fe (alguna pista ofrece lo que se insinúa, de modo bastante ofensivo diría, sobre los empleados de las funerarias y su trabajo...), algo que no destruye sino que incluso lleva a una realización personal, a un impulso vital o aceptación, de hecho, de esta realidad igualadora, en cierto modo percibida por individuos privilegiados como ella, vedada al común de los mortales… no puede evitarse, sin embargo, mostrarla como la niña rarita y antisocial, cual excentricidad mínima que le haga acceder sin complejos a esa dimensión de ultratumba en la que demuestra mayor empatía hacia los fiambres que hacia los vivientes, y es que poco se nos muestra de su familia o de su entorno.
El personaje del novio, que es quien lleva encima el auténtico conflicto de la trama, se enfrenta a algo que le supera, pues no es sino ese enamorado incapaz de competir contra semejante forma de absoluto, siendo la suya una obsesión, una fascinación similar, pero hacia la inalcanzable muchacha. Su amor por una viva es más torturado y malsano, más muerto está él en su tristeza que los muertos, y no es casual que su vivienda sea un sótano. Decisiones radicales mediante, de unas cotas de romanticismo hermosamente jodido, la consumación de este romance sólo podrá ser posible en un reino que no es de este mundo.
Obsesionada con la muerte desde su más tierna infancia, Sandra es una joven que estudia medicina, entra a trabajar en una funeraria y posteriormente se hace embalsamadora con tal de estar cerca de los cadáveres, por los que se siente cada vez más atraída...
Inusual exploración del impulso necrófilo de una mujer que desea a los muertos con una devoción y un fervor próximos al misticismo. Más allá del morbo superficial, se trata de la entrada a un mundo trascendente, “como mirar el sol sin quedarse ciega”, en palabras de la protagonista; de cruzar una frontera, como explicita una voz en off, recurso siempre delicado de utilizar, pero que aquí ayuda a hacer comprensible lo incomprensible, a entender un acto tan abyecto y merecedor de nuestro juicio más duro; podría discutirse si la directora logra o no esa comprensión, que dependerá en gran medida de cada espectador.
Película muy canadiense en su forma de abordar con fría naturalidad y un punto poético lo truculento, el enfrentamiento con los tabúes más férreos, y que transcurre por tanto en esa región oscuramente luminosa del ser humano en la que se entremezclan la sexualidad, la muerte y la religiosidad, todas ellas experiencias contradictorias en apariencia, pero cercanas en mayor o menor medida a alguna forma de éxtasis, de confluencia entre las realidades. Ayuda a la causa una labor interpretativa de una actriz cuya belleza turbia es de por sí lo bastante ambivalente, como el propio film; discreto, “bonito” en sus formas a la vez que inquietante por motivos obvios (se describe un proceso de embalsamamiento, por suerte fuera de plano), de enorme sencillez, ajustada duración, pocos medios y pocos actores, con una selección de temas como muy noventeros y grunge, en la que la luz blanca es metáfora evidente de esa “iluminación”…
La peculiar afición de la chica, por otra parte, no está sujeta a sufrimiento o culpa alguna, ella no es ninguna loca ni está traumatizada por nada; podrían estar hablándonos de una orientación sexual o del descubrimiento de la fe (alguna pista ofrece lo que se insinúa, de modo bastante ofensivo diría, sobre los empleados de las funerarias y su trabajo...), algo que no destruye sino que incluso lleva a una realización personal, a un impulso vital o aceptación, de hecho, de esta realidad igualadora, en cierto modo percibida por individuos privilegiados como ella, vedada al común de los mortales… no puede evitarse, sin embargo, mostrarla como la niña rarita y antisocial, cual excentricidad mínima que le haga acceder sin complejos a esa dimensión de ultratumba en la que demuestra mayor empatía hacia los fiambres que hacia los vivientes, y es que poco se nos muestra de su familia o de su entorno.
El personaje del novio, que es quien lleva encima el auténtico conflicto de la trama, se enfrenta a algo que le supera, pues no es sino ese enamorado incapaz de competir contra semejante forma de absoluto, siendo la suya una obsesión, una fascinación similar, pero hacia la inalcanzable muchacha. Su amor por una viva es más torturado y malsano, más muerto está él en su tristeza que los muertos, y no es casual que su vivienda sea un sótano. Decisiones radicales mediante, de unas cotas de romanticismo hermosamente jodido, la consumación de este romance sólo podrá ser posible en un reino que no es de este mundo.